Capítulo 1

miércoles, 30 de noviembre de 2011

-¿Cómo te llamas?

-Lyann.

-¿Y de dónde vienes, Lyann?

-De dónde vengo no importa. ¿O sí? ¿No prefieres saber adónde voy?

-¿A dónde vas?

-Lejos...

-¿Lejos de dónde?

-De donde vengo.

-Tus ojos son un misterio. ¿Cuántos años tienes, Lyann?

-Diecisiete.

-Diecisiete, como yo. Pero tú aparentas más. ¿A qué has venido?

-A hacer preguntas...

-Pues hasta ahora no has hecho más que responder. Lo siento.

-Tranquila. He venido a ver al profesor. ¿A qué has venido tú?

El sonido de la puerta automática abriéndose al otro lado de la habitación nos interrumpió y desviamos las miradas en busca de los pasos que caminaban hacia nosotros. Me puse en pie de inmediato en cuanto vi con mis propios ojos a aquel hombre de pelo castaño alborotado y sonrisa sincera que se movía con las manos enlazadas en la espalda y del que tanto había aprendido desde que era un niño, al que tanto había admirado desde siempre. Su rostro era amable y sus ojos profundos. Unos ojos que encerraban muchas más preguntas de las que seguramente podían responder, pero que brillaban llenos de conocimiento y sabiduría. El aspecto del profesor era joven, y su sonrisa la más bella que había visto jamás. Me miraba como si me conociera, como si supiera quién era yo.

¿Quién soy yo?

Esa es una pregunta que me he hecho tantas veces que hace mucho que perdí la cuenta, y por mucho tiempo que pase la seguiré formulando en mi cabeza.

¿Quién soy?

“¿De dónde vienes?”, me había preguntado aquella chica que ahora avanzaba hacia el profesor con una amplia sonrisa en los labios. ¡Cuántas sonrisas! Casi más de las que había visto en toda mi vida, durante esos diecisiete años tan amargos. Puedo decir sin dudar que había leído más sonrisas de las que había visto. La gente en Oycant no suele sonreír. Quizás porque no tienen un motivo por el que hacerlo. Yo, que no sé quién soy pero sí de dónde procedo, soy un habitante más de ese planeta, de Oycant, y me incluyo entre los que no sonríen a menudo. Al menos por aquel entonces.

Aunque en ese momento me sorprendí a mí mismo con mis labios curvados en una mueca de felicidad. Felicidad... aprendí el verdadero significado de esa palabra algunos años después.

“¿Y de dónde vienes, Lyann?”. En mi pensamiento se volvió a repetir la pregunta que un minuto atrás me había negado a responder. Y es una pregunta que me ha estado torturando desde siempre, y que siempre me estará torturando. No la pregunta. Sino la respuesta.

Veréis, yo nací en Daphny, la ciudad más enorme del planeta, un lugar horrible donde todo el mundo finge ser feliz y donde todo el mundo finge creer la felicidad ajena. Y donde no existen las sonrisas.

Tampoco es que haya tiempo para sonreír. En realidad no hay tiempo para nada, lo cual a menudo pienso que es una buena razón por la que sentirse agradecido, porque si alguien en algún momento de su vida en Oycant se propusiera vivir, se daría cuenta de que está encerrado en una tristeza y una oscuridad aterradoras de las que es imposible escapar. Y donde vivir está prohibido. Prohibido por la ley, que no es ninguna metáfora.

A ver, no es que haya una ley que diga “No está permitido vivir”, pero piensa una cosa con la que suelas disfrutar libremente. ¿Ya? Pues en Oycant está prohibido. Y por eso he pasado gran parte de mi juventud encerrado en una celda: por querer vivir.

Pero ya me estoy desviando del tema.

Como iba diciendo, nací en Daphny. Respiré por primera vez en el laboratorio más prestigioso de la ciudad más prestigiosa. En realidad, todos los Oycantianos “se hacen” en laboratorios, pero mi caso es un tanto especial. Explicaré por qué, pero todo a su debido tiempo.

El ser humano avanza hacia la comodidad, hacia lo fácil, y esto significa que, por lo general, vive apoyándose en la ley del mínimo esfuerzo. La verdad es que no sé dónde desembocará eso, adónde nos llevará ese comportamiento. Pero no me cabe duda de que esa ley del mínimo esfuerzo es el motivo por el cual Oycant se ha convertido en lo que yo considero un infierno, y en lo que otros consideran un mundo ideal, lleno de comodidades que pagan con su propia felicidad. Porque la felicidad, al fin y al cabo, es un premio que se nos otorga a cambio de algo. Por eso, ya pueden dártelo todo hecho, pero por mucho que intentes ser feliz con eso nunca conseguirás más que una falsa sonrisa, eso sí, rodeada de comodidades.

La naturaleza sigue siendo un misterio, porque por mucho que nos las queramos dar de listos, hay cosas que nunca llegaremos a saber. De lo que sí estoy seguro es de que el ser humano fue un error garrafal que cometió la naturaleza y que ha terminado pagando con creces. Y como naturaleza que somos acabaremos por destruirnos a nosotros mismos, como hemos hecho con todo lo demás.

En Oycant nadie quiere tener hijos, por una cuestión de comodidad. Los hijos le hacen la vida a uno más difícil. Se dice que a cambio dan la felicidad, pero como ya he dicho antes ese intercambio dejó de existir en Oycant hace mucho tiempo. Ya nadie busca la satisfacción de ese modo, del modo en el que la naturaleza nos quiso enseñar a ser felices. El instinto ya no existe. El amor tampoco. Es algo que viene incluido en el pack de comodidades que te pertenece en el mismo momento en el que empiezas a existir como ser humano.

Por eso, porque nadie quiere tener hijos, tuvieron que encontrar un modo de hacer perdurar la especie y la destrucción que nuestra presencia en el universo supone. Pero supongo que la ambición es de lo poco que conservamos, esa pequeña parte que siempre ha vivido dentro de nosotros. La ambición y, por consiguiente, el egoísmo, ya que sin él no sería posible.

La esperanza de vida había incrementado del mismo modo que nuestra falta de consideración con el resto del universo, así que la natalidad se vio obligada a decrecer, sobre todo teniendo en cuenta que compartíamos planeta con miles de especies alienígenas que, por alguna extraña razón, querían vivir en Oycant.

La donación de gametos está muy bien remunerada, así que hay una cantidad de donantes considerable. Y de este modo “se hacen” nuevos seres humanos, encargados de mantener al hombre en su lugar, y condenados a “vivir” en un mundo de mentira.

Así había sido hasta hacía poco.

Pero, como era de esperar, los científicos no fueron capaces de conformarse con ese modo de dar vida. No les parecía lo suficientemente artificial como para que resultara satisfactorio. Y así fue como decidieron hacernos a nosotros, a Los Creados. Así es como se nos llama, aunque a mí me parece una forma horrible de llamar a alguien.

Los Creados (que somos catorce en total) no nacemos a partir de un óvulo real fecundado artificialmente con un espermatozoide real. Somos completamente producto de un laboratorio. De la ciencia. Hijos de la ciencia. También hay muchos (los más considerados) que nos denominan así.

La intención era crear seres perfectos, sin posibilidad alguna de padecer enfermedades, dotados de un aspecto físico formidable y una inteligencia ejemplar. Resistentes a todo. Capacitados para vivir felizmente y ver la luz de un mundo que hace años se apagó.

Está claro que en mi caso algo salió mal.