Prólogo

domingo, 18 de septiembre de 2011

-Allí donde el dolor enmudece, una lágrima se aleja. No perdida, pero impaciente por perderse, suplica libertad. Parece brillar en la eternidad de las olas. Brilla. Y su estela de oro nada hasta el horizonte, donde con el Sol se abraza en un reflejo sinuoso y cálido, dejando atrás los latidos del corazón salado que palpita prendiendo la roca del acantilado. El fuego se rinde donde se extingue la mirada, y el agua lo acoge en sus sábanas cristalinas y caprichosas. Vuela una sombra recortando la luz adormilada, y atraviesa con destreza la calidez sobre la que cae la noche. El viento baila al ritmo que marcan las alas, y silba tímido, arrullado por las caricias de sus plumas y el sabor... de la libertad.

Acarició el gastado papel con cuidado para no deteriorarlo más de lo que el paso de los años lo había hecho. Se sentía agradecido, porque sabía bien que Lyann no dejaría aquella valiosa joya en manos de cualquiera. Aunque sospechaba que de no ser porque a su amigo no le quedaba otro remedio, sus dedos no habrían tocado nunca esas páginas, ni sus ojos leído esos párrafos.

Alzó la vista del libro para contemplar su silenciosa compañía, sorprendido por que aún no hubiese dicho nada sobre el texto que le acababa de leer. A él le habían parecido unas bellas palabras, a pesar de no comprender su significado. Sus labios se curvaron tristes al descubrir una lágrima escapar de las gafas metálicas y opacas que imposibilitaban la visión a Lyann.

-¿No vas a contármelo? – preguntó procurando disimular la pena que había en su voz, y rompiendo el absoluto silencio de la sala. Esperó la respuesta de su amigo, que seguía mudo al otro lado de la fina capa de plasma que los separaba –. ¿Lyann?

-Claro – respondió con un tono firme y, al menos aparentemente, libre de aflicción. Abrió la palma de la mano sobre el suelo, hacia arriba, tan cerca del plasma que el otro dio un brinco, temiendo que llegara a rozarlo. Reconoció este gesto y apretó el botón de la llave, para que desapareciera la barrera y así poder devolver el libro al otro lado. Una vez hecho esto volvió a pulsarlo y Lyann quedó prisionero de nuevo, envuelto por la pared plasmática. Sus dedos buscaron a tientas por el suelo, con torpeza, hasta hallar el libro, presionó suavemente la tapa colocando sobre ella la palma de la mano, hasta reducir su tamaño, y lo escondió bajo su ropa. Se removió en el suelo, dejando caer la espalda sobre un lado de la cama, y cuando hubo encontrado la posición más cómoda, habló de nuevo –: Pues verás, Keian, describe el océano a la hora del atardecer... las olas golpeando el acantilado, el Sol reflejado en el agua, lejos, en el horizonte. ¿Lo estás imaginando?

-No sé si puedo – Keian miraba hacia arriba, esforzándose por visualizar aquella imagen que su amigo le describía, y que le resultaba completamente nueva, desconocida. Él sólo había visto el mar en su imaginación, creando este paisaje con lo único que Lyann podía ofrecerle: palabras.

-Inténtalo. Es fascinante. Si todavía conservara los libros de fotografías... – murmuró para sí mismo –. Imagínatelo, Keian. Imagina colores rojos pintando el cielo y el mar.

-¿Y qué es la sombra que vuela?

-Un ave. Un pájaro que se alza sobre el agua y recorre el cielo... disfrutando de su libertad.

Keian guardó silencio, reflexionando acerca de esa última palabra que su amigo se había esforzado por recalcar. Estaba seguro de que le habría gustado ver su expresión, pero todo era negro para él. Sus ojos eran inútiles con ese incómodo trozo de metal adherido a su cabeza.

-Escucha, amigo – continuó Lyann cuando estuvo convencido de que Keian no iba a responder, y conocía el motivo. Sabía que si no había articulado palabra era para no herirle, porque sus pensamientos eran transparentes, podía leerlos en el silencio, y se amoldaban a lo que allí en Oycant les habían enseñado: los animales eran criaturas carentes de moral y sin otra capacidad que la del instinto, y sólo un ser moral y racional tiene la posibilidad de sentirse libre. Esta teoría camuflaba el terrible papel que había desempeñado el ser humano en los últimos siglos y, más fervientemente, desde hacía algunos años. Sólo los culpables de aquella desgracia, del espantoso final que había sufrido el planeta, o todo lo que habitaba en él, sólo el ser humano había sobrevivido a su enfermiza ambición, arrasando con todo lo demás –. Te aseguro que ese pájaro goza de más libertad que yo. Ya lo creo que sí... – Terminó con un suspiro, y tras una breve pausa volvió a hablar, esta vez con inquietud –: Aléjate. Vienen a buscarme.

Keian obedeció y se retiró rápidamente de la vibrante pared de plasma, colocándose muy recto junto a la puerta por la que poco después entró un hombre alto y delgado, con un abundante pelo negro cayéndole sobre las cejas. Llevaba una bata blanca y muy larga, encima de unas ropas negras. Caminó deprisa hacia la celda donde se encontraba Lyann, quien conservaba su posición apoyado en un lateral de la cama. A pesar de que las gruesas gafas le tapaban más de la mitad del rostro, el recién llegado vio con claridad la hostilidad de su expresión. Y no parecía importarle demasiado, porque atravesó la habitación de paredes blancas con una sonrisa de oreja a oreja.

-Keian, ¿puedes retirar la barrera, por favor?

El aludido buscó en su ropa la diminuta llave, la del botón, que había utilizado antes para devolverle el libro a Lyann, pero por más que exploró por los bolsillos de su uniforme no logró encontrarla. Se le erizó el vello de la nuca cuando vio agacharse al hombre de la bata, justo donde él había estado antes, para recoger la llave.

-Vaya, vaya. Keian, creía que tu trabajo consistía en vigilar a nuestro amigo, no en servirle de entretenimiento. Pero está bien, está bien. No importa.

Él mismo pulsó el botón de la llave y la barrera de plasma desapareció. Lyann permanecía inmóvil y muy serio.

-¿Vienes conmigo? – le preguntó con tono amable el hombre de la bata. Al no obtener más respuesta que el silencio, dejó escapar de sus labios una exclamación de sorpresa de un modo un tanto exagerado –: ¡Oh! ¿Aún estás enfadado por esto? – Y dio tres suaves golpecitos con un dedo en las gafas metálicas de Lyann, que se movió por primera vez para apartarse bruscamente, y después gruñó irritado:

-No te bastaba con tenerme aquí encerrado día y noche, ¿por qué tenías también que volverme ciego?

El hombre chasqueó la lengua disgustado y colocó la mano sobre el hombro del chico, que se deslizó alejándose cuanto pudo.

-¡No me toques!

-Lyann... sabes que si he hecho todo esto es porque no sabes respetar las normas. – Esta vez sus palabras sonaron más dulces.

-¡Eso es mentira! – el tono y la furia de la voz de Lyann hicieron al hombre de la bata dar un brinco, sobresaltado –. Me mantienes aislado y bajo un control continuo sólo porque de ese modo te es más fácil experimentar conmigo, y puedes observarme con más frecuencia. Y sino dime, Kreul: ¿para qué has venido esta vez? ¿Por qué estás aquí? ¿Para qué, si no es para someterme de nuevo a uno de esos análisis?

-Dame el calmante – indicó Kreul a una mujer que lo acompañaba, también muy alta, y con el pelo platino estirado en una larga cola de caballo. Ella asintió una vez y sacó una especie de parche redondo de la caja metálica que sostenía, y que abrió utilizando como llave una de sus puntiagudas uñas negras.

Lyann sabía que intentar huir no tenía sentido, que con ese aparato que le tenía prisioneros los ojos no podría llegar muy lejos antes de ser capturado, pero no iba a permitir que le pusieran el parche sobre la piel. Conocía esa desagradable sensación de desconcierto y somnolencia que provocaban los calmantes, y no estaba dispuesto a pasar por ello de nuevo.

-Iré contigo – accedió con un nudo en la garganta al pensar lo que suponía esta rendición.

Recordaba los constantes análisis a los que lo sometían en el laboratorio como los peores momentos de su vida, y no porque aquellos exámenes fuesen dolorosos, porque no lo eran, no físicamente, al menos. Las conversaciones que escuchaba allí dentro eran lo que convertía ese lugar en un infierno, porque cuando estaba allí no se sentía humano... Quizás porque en cierto modo no lo era.