Capítulo 3

sábado, 14 de enero de 2012

-¡Lyann!

La voz de la chica con la que había coincidido en la sala de espera me detuvo al salir del edificio, de tal altura que la vista se perdía antes de llegar al final. Me di la vuelta desconcertado, y esperé a que me alcanzara, cesando su carrera.

-Me preguntaba... si tienes algo que hacer ahora – me dijo con la mano puesta en la cadera.

-Ah... En realidad, no.

Había quedado en el hotel en el que me alojaba con Kreul dentro de una hora, y había pensado dedicar ese rato libre a sumergirme entre las páginas de algún libro de los que me había regalado el profesor, pero por alguna razón no fue esa la respuesta que le di a la chica, que sonrió al saber que me encontraba disponible.

-Bueno, ¿quieres... querrías... ir a dar un paseo conmigo?

-Sí. Claro.


Se llamaba Shiarbell, y era la nieta del profesor. Durante el paseo me estuvo hablando de él, y de cómo desde muy pequeña sentía ya una gran fascinación por la Tierra, una fascinación, sin duda, adquirida de su abuelo. Había seguido de cerca la investigación sobre aquel planeta en el que aún habitaba vida no humana, había observado cada paso, cada avance y cada error en los estudios del hombre que, tanto ella como yo, más habíamos admirado jamás. Y me confesó que compartía, en parte, mi deseo por conocer en primera persona todo lo que había descubierto su abuelo. Visitar la Tierra.

Shiarbell y yo tuvimos tiempo de forjar una estrecha amistad durante los años siguientes, y nos hacíamos visitas el uno al otro muy a menudo. Me sentía afortunado por haber encontrado a una persona capaz de comprenderme. Era agradable sentirse tratado como un ser humano.

Uno de esos días, sentados en la terraza de su habitación, aprovechó un silencio para decirme algo que me cambiaría la vida. Habían pasado cuatro años desde nuestro primer encuentro.

-Ya está terminado.

Noté la excitación en su voz, y al mismo tiempo un miedo tan inmenso que casi se podía acariciar. Contemplaba, con la mirada perdida, la pantalla que había justo delante de nosotros, sustituyendo el paisaje oscuro y contaminado de la ciudad por un cielo azul que se alzaba impecable sobre uno de los mares que hacía mucho tiempo habían existido en Oycant. Aquella visión, aunque no era más que una imagen producto de un ordenador, me hablaba de la libertad.

La miré confundido, pero ella no volvió hacia mí sus ojos. Habría jurado que una cortina de lágrimas bailaba en sus pupilas, sin llegar a tomar la decisión de lanzarse al vacío.

-¿Qué está terminado?

El silencio me inquietaba, pero esperé a que los labios temblorosos de Shiarbell me ofrecieran una respuesta.

-La puerta... que lleva a la Tierra.

El aire quedó atrapado en mi garganta, y cada músculo del cuerpo se me convirtió en hielo. En cambio, mi corazón latía con prisa, como queriendo salir de su prisión. Se me formó un nudo en el estómago y una sensación desconocida me envolvió, me envolvió con un manto suave y cálido. Mis ojos se humedecieron, conociendo por primera vez las lágrimas que, a veces, nos regala la felicidad.

Como yo había enmudecido, Shiarbell continuó, con una voz cargada de temor.

-Ayer mi abuelo me la mostró... y me dijo cómo hacerla funcionar. Lyann... creo que él quiere que tú... – Tragó saliva y por fin me miró. Una mirada tan profunda, tan penetrante, que me hizo estremecer –. Te vas a ir, ¿verdad? Vas a marcharte. Vas a marcharte y no volverás. Te quedarás allí para siempre.

A pesar del dolor que transmitían sus palabras, la idea de abandonar Oycant y vivir para siempre en la Tierra era tan fuerte que mis labios se curvaron en una sonrisa. Y entonces, un hilo de lágrimas descendió por sus mejillas. Me acerqué a ella y la acogí entre mis brazos, desatando el llanto.

-Llévame contigo. Te quiero, Lyann, estoy enamorada de ti, y no podría soportar perderte. Llévame contigo, por favor.

-Te llevaré conmigo.

Aquella vez mentí, y fue una mentira afilada que se clavó en mi pecho, abriendo en él un agujero de remordimientos. ¿Por qué lo hice? No lo sé. Quizás tenía miedo de que, si no accedía, tuviera que quedarme allí para siempre. Pero el egoísmo que vive en nosotros es fuerte, y ese día permití que me arrastrara con él.


Decidimos no hacer las cosas demasiado rápido, porque de lo contrario nos arriesgábamos a que algo saliera mal. Teníamos que pensarlo todo con determinación, planear nuestra huida de un modo perfecto, para que no nos detuvieran antes de poder traspasar la puerta que nos llevaría a la Tierra. O mejor dicho, que me llevaría a la Tierra.

Pero se complicó demasiado.

Yo vivía en la cárcel de Daphny, en una celda aislada del resto. Cumplía una condena de cinco años. Antes de todo eso, tenía una habitación muy lujosa que me pagaba Kreul en el edificio del laboratorio. Yo solía subir por las noches al tejado para regalarme unas horas de reflexión. Pensaba acerca de mí, de mi mundo, y aprovechaba para permitirme viajar mentalmente a la Tierra. Una de esas noches se dieron cuenta de que estaba allí, y durante unos meses Kreul y yo nos enfrentamos a un juicio que terminó condenándome a cinco años de cárcel (al parecer la Ley consideraba que era demasiado peligroso como para ser legal caminar por los tejados, y más aún siendo de noche). Aun así, gozaba de más libertad que cualquier preso, y me concedían de vez en cuando unos días para visitar al profesor y a Shiarbell.

Por suerte, tenía a mis libros.

Pasaba horas leyendo las mismas líneas una y otra vez encerrado en mi prisión. Cuando descubrieron que le había hablado a Keian, el joven encargado de vigilarme, acerca de la Tierra, me privaron también de la lectura. Pero sólo consiguieron requisarme tres de los cuatro libros que me había regalado el profesor en mi primera visita. El cuarto pude conservarlo, a escondidas, bajo mi ropa.

Para impedir que continuara adquiriendo información sobre el planeta terrícola y todo lo que éste abarcaba, ayudándome de la página web del profesor, terminaron por negarme también la visión. Me instalaron unas gafas opacas alrededor de la cabeza, obligándome a llevarlas puestas la mayor parte del tiempo, y volviéndome completamente ciego.

Por supuesto, me prohibieron las visitas a Shiarbell y a su abuelo.

Desde entonces, dejaba mi libro en manos de Keian para que me leyera unos párrafos que ya me sabía de memoria. Sabía que él no sentía lo mismo que yo al adentrarse en ese mundo, y en cierto modo me alegraba por ello, porque él era feliz con lo que le rodeaba.

Nos hicimos muy amigos. Yo compartía con él todo lo que había aprendido hasta el momento, y él compartía conmigo su sueño de llegar a ser arquitecto algún día. Pero, a pesar de todo, nunca le conté el plan de fuga que Shiarbell y yo habíamos trazado tiempo atrás, y que había quedado aparcado desde que se me prohibió salir de la celda.

Cada dos días hacía una visita al laboratorio acompañado por Kreul. Un verdadero infierno: análisis, preguntas, exámenes, máquinas, y comentarios que me herían en lo más profundo.

Esa fue mi vida durante más de dos años.

Es increíble de qué manera pueden llegar a cambiar las cosas en un instante...

Capítulo 2

domingo, 25 de diciembre de 2011

Pasamos a su despacho, y lo que vi me sorprendió como nada antes me había sorprendido. Tal fue la impresión, que me llevó el corazón a la garganta y me paralizó a un paso de la puerta automática.

Aquella habitación desentonaba de un modo casi disparatado con el resto del edificio, y parecía sacada de otra época. Sacada de esos libros que me permitieron viajar poco después a mundos diferentes, mundos que me acogieron entre sus páginas con más amabilidad de la que jamás me había ofrecido, ni podría ofrecerme, mi propio mundo. Porque desde el momento en el que pude adentrarme en esos libros sentí, con más fuerza que nunca, que no había un lugar para mí en Oycant.

Libros.

Cientos de libros acaparaban el espacio del despacho. Libros que llenaban las paredes, colocados en desorden sobre estanterías. Libros intentando hacerse hueco en los cajones, en la mesa, e incluso en el suelo, donde se amontonaban en infinitas montañas que devoraban el espacio de la sala de la misma forma en que yo habría devorado sus páginas sin dudarlo.

Aquel caos que tenía ante mí me pareció el manjar más delicioso que habían probado mis ojos, en aquel momento fascinados y a punto de saltar de sus órbitas para recorrer cada rincón de un paraíso que hasta entonces había vivido oculto.

Me llevó un buen rato ser capaz de preguntarme de dónde habían salido, por qué estaban allí y no en un museo como el resto de elementos de papel que yo creía existentes. ¿Habría más libros escondidos en alguna otra parte de Oycant? ¿Quedaría todavía algún resquicio de vida no humana en aquellas tierras vacías de sonrisas y atestadas de edificios de altura inalcanzable para la vista?

Una tierna y desconocida esperanza se abrazó a mi corazón del mismo modo que él a ella, mientras saltaba alegre, golpeando mi pecho.

-Chico, ¿te encuentras bien? – Escuché la voz del profesor lejana, pero lo suficientemente cerca como para arrojarme de vuelta a la realidad, como un brusco empujón que me sacó sin yo quererlo de mis pensamientos.

Siempre me había fascinado la lectura, que hasta entonces se limitaba a seguir una historia atrapada en una pantalla táctil de fertam, un material altamente contaminante y desconocido en la Tierra que había significado una revolución en el ámbito tecnológico. Leer era mi único pasatiempo.

Y leyendo aprendí algo:

Cada palabra tiene un valor que ya posee desde el mismo momento en el que cobra vida, y adopta uno distinto cuando pasa a formar parte del lector, incrustándose en su corazón para siempre. De haber sido escrita, pensada, o leída en cualquier otro momento, no habría existido, porque nace bajo la luz del instante, como una sonrisa nace bajo la luz de la felicidad o una lágrima bajo la luz de la melancolía. Y ese valor permanece eternamente de una forma u otra, queramos o no, cambiando sin remedio los pasos que dejarán las huellas a lo largo de nuestro camino, como cada imagen que perciben nuestras pupilas, y como cada sonido que hace vibrar nuestros tímpanos. Así, las palabras dejan en nosotros una marca imborrable, nos hacen y a veces nos destruyen, con ese poder mágico y hermoso que se guarda con absoluto silencio en los labios tallados de un texto.

Mi afán por los libros era otro. El mismo que siento por un mueble de madera o por el agua que brota de la naturaleza. El mismo que me produce cualquier cosa cuyo origen no sea un laboratorio.

-Estoy bien. Discúlpeme, es que me ha sorprendido ver tantos...

-¿Libros? ¿Te gustan los libros?

Asentí con entusiasmo.

-Aunque nunca antes los había visto fuera de una vitrina.

Me hizo un gesto para que me sentara en la butaca metálica que había colocada frente al escritorio, y después él tomó asiento al otro lado, frente a mí.

-Eres un muchacho muy peculiar. – Se inclinó sobre la mesa para mirarme más de cerca, con la curiosidad grabada en su mirada. Sentí cómo se me encendían las mejillas –. Tus ojos... – Se detuvo un segundo y volvió a dejarse caer sobre el respaldo. No terminó la frase –. Estoy seguro de que me resultará muy interesante el motivo de tu visita. He oído hablar de ti, Lyann. He oído hablar mucho de ti, y tenía ganas de conocerte.

-Yo también tenía ganas de conocerle a usted.

Sonrió, con ese gesto cálido y cercano que hacía de su rostro algo extraño para mí, pero que me transmitía una sensación reconfortante.

-He seguido de cerca sus estudios, profesor. He leído todos los escritos que ha publicado en su página web, y puedo decir que siento una gran admiración por usted, por lo que hace.

-Gracias, Lyann. Que alguien tan joven como tú se interese por mi trabajo es algo que me alegra enormemente. Continúa – me animó.

-La última publicación despertó mi interés más que ninguna. Profesor, el proyecto en el que está trabajando ahora es lo que me ha traído hasta aquí. – Supe que el miedo ardía en mis palabras tanto como me abrasaba por dentro.

Su rostro, que desprendía un destello de entusiasmo, me tranquilizó.

-¿Te interesa la Tierra, chico?

Volví a asentir.

-Las fotografías de la última publicación son increíbles.

-Un lugar maravilloso, sin duda. Un lugar que conserva la magia que nosotros nos hemos empeñado en ocultar bajo las ciudades.

“Magia” repetí en mi cabeza.

Era una palabra poco usual en el vocabulario de un habitante de Oycant. De hecho, fue entonces cuando la escuché por primera vez. La había leído en varias ocasiones, pero en labios del profesor fue una melodía dulce, entrañable, llena de significado. Un significado que aún no me era familiar, tan amplio que nunca terminaré de descubrir, y que al mismo tiempo sentiría cómo mi corazón lo abarcaba por completo. Algún día.

-En la última publicación leí que ha encontrado un modo... – Mis labios se sellaron un segundo al clavarse su mirada sobre mí con desaprobación, adivinando el final de mis palabras, pero hice un esfuerzo para terminar –: ...De ir a la Tierra.

-Lyann – dijo con delicadeza –. Entiendo mejor que nadie tus deseos de abandonar Oycant. No sólo lo entiendo: lo comparto. Pero realizar este proyecto llevará muchos años de trabajo e investigación, y eso en el caso de que sea posible.

-Es posible, he leído que...

-No importa, Lyann. Viajar a un planeta tan lejano como la Tierra no es sencillo. Los humanos terrícolas reaccionarían mal ante una visita extraterrestre, ¿comprendes? Se asustarían. Atacarían. No es como con los mundos cercanos, que han evolucionado al mismo tiempo que nosotros. Como ya sabes, la Tierra aún no ha avanzado mucho.

-Pero avanzan deprisa, profesor. Podríamos salvarlos. Salvarlos de esto.

El profesor sonrió, seguramente conmovido por mi intención de salvar a los habitantes de la Tierra de su destino, tan inevitable como lo había sido para nosotros. Ellos seguían nuestros pasos.

-Posiblemente conseguiríamos todo lo contrario: despertar en ellos el deseo de escoger este mismo camino. Sea como sea, el proyecto está aún lejos de funcionar.

-Puedo esperar. No me importa esperar algunos años. Déjeme formar parte de este proyecto, profesor. Puedo ser útil. Yo... puedo romper objetos, desplazarlos, cambiar su forma, su tamaño. Puedo hacerlo con sólo pensarlo.

Me miró un momento, en silencio.

-¿Cómo dices?

Fijé la vista en un libro que descansaba sobre el escritorio, y en cuestión de un segundo quedó reducido a la mitad. Los ojos del profesor se abrieron por la sorpresa, y noté cómo sus brazos se tensaban, separando los labios para respirar una bocanada de aire que se ahogó en su garganta.

-Lyann, ¿cómo has hecho eso?

Me encogí de hombros, y luego devolví el libro a su tamaño.

-No puedo explicarlo. ¿Puede explicar usted qué es lo que hace para mover una pierna? Es... algo parecido.

-¿Sois capaces de hacerlo todos...

-...Los Creados? – terminé, con brusquedad. Asintió, aunque diciéndome con la mirada que no era esa la denominación que él hubiera utilizado –. No. No sé por qué. Pero yo soy el único que puede hacerlo. Están investigando en ello.

Noté cómo mi voz se quebraba al pronunciar la última frase, como si las palabras estuvieran envenenadas y me quemasen la garganta.

-¿Investigando? – Su tono de voz dejó claro que algo de aquello le desagradaba, pensé que quizás el propio término se convertía en algo horrible aplicado a un ser humano.

-Sí, ya sabe... Buscando un porqué, una explicación a lo que me ocurre. Buscando... – Necesité unos segundos para terminar de hablar, para decir lo que tantas veces había escuchado en labios de los científicos que se encargaban de mí: en labios de mis creadores –. ...El error.

-¿Consideras un error el poder cambiar la naturaleza de los objetos con tan solo pensarlo?

Lo observé, indagando en mi mente en busca de una respuesta. La luz del día entraba por la enorme cristalera que había entre las estanterías. Entre aquellas paredes habitaba el silencio, una tranquilidad imposible en el exterior, infectado del ruido de la ciudad.

-Considero un error lo que soy: un ser fabricado, nacido de una fórmula química y dos células artificiales dentro de una probeta. Un experimento. Una abominación. Una vida que pretende ser humana sin serlo, cuya existencia no tiene otra finalidad que la de rozar la perfección, o lo que los científicos consideran perfecto, pero que no es más que una idea surgida... de la ambición.

El profesor dejó caer suavemente su mano sobre la mía, que descansaba formando un puño encima de la mesa, y apretó sus dedos alrededor, como queriendo transmitirme fortaleza. La impotencia que me consumía por dentro se hizo más ligera, pero empujó las lágrimas que se acumulaban tras mis párpados. Agaché la cabeza por si se derramaban, que no pudiera presenciarlo.

Nadie, en los diecisiete años que había vivido hasta entonces, me había tratado nunca con una calidez tan sincera y envolvente, y me resultó inevitable sentirme conmovido por ello.

Me concentré en no llorar, pero la presión que golpeaba mis sienes me venció, avergonzándome.

-Chico, llevo viviendo en este planeta más de sesenta años, y puedo decirte francamente que no había conocido a una persona con sentimientos tan humanos como los tuyos.

Al ser tan alta la esperanza de vida en los habitantes de Oycant, una persona de sesenta años de edad aún conservaba un aspecto joven, como el del profesor.

Me desplomé sobre la mesa, con la cabeza hundida entre los brazos, y me deshice en lágrimas llorando como un niño pequeño, mientras el profesor me ofrecía su consuelo acariciándome la espalda.

Cuando recobré la compostura tras haber disuelto mi orgullo en llanto, me recosté sobre el respaldo de la silla y esperé a que llegaran sus palabras.

-¿Mejor?

Me sentía incapaz de mirarlo a la cara, pero lo cierto es que después de haberlo soltado todo, una extraña paz me invadió por dentro.

-Lo siento mucho. Yo... estoy avergonzado.

-Llorar no es motivo de vergüenza, Lyann, sino una muestra de fuerza, de valor.

Agradecía sus palabras, y él lo notó. Después de un largo minuto en el que ninguno de los dos dijo nada, hablé con tranquilidad, una tranquilidad que en absoluto existía dentro de mí.

-Necesito irme de aquí, profesor. Lo necesito.

Su mirada estaba llena de tristeza, pero decía que no, que no era posible. Me pedía perdón, y yo supe que no mentía, que la idea de que yo fuera libre, dejando atrás el que tendría que haber sido mi mundo, no era factible. Yo nunca podría ir a la Tierra, y en aquel momento la esperanza con la que había entrado en el despacho desapareció con tal brusquedad que un vacío en el pecho fue todo lo que quedó de mí.

Desde que descubrí la existencia de la Tierra, a los siete años de edad, gracias al profesor, supe que era allí donde quería estar. Donde debía estar.

No podía soportar pasar horas y horas cada día dentro de un laboratorio, escuchando cosas como: “No sabemos qué ha pasado”, “no hay ningún problema en su ADN, todo está en orden, ¿qué es lo que ha salido mal?”.

No podía soportar que siguieran tratándome como si no fuera un ser humano, como si no fuera más que un robot, incapaz de sentir o pensar sin un programa instalado en su ordenador, en el que algo fallaba porque durante su fabricación se había colado alguna pieza defectuosa, dando un resultado diferente al que esperaban.

Odiaba un mundo en el que las personas vivían obligándose a creer que eran felices, volcándose en su trabajo, porque cualquier cosa que hicieran les exponía ante el riesgo de ir a la cárcel por infringir la ley. El estrés era un componente más de la contaminación que vertíamos en nosotros, en nuestros pulmones, a través de unos filtros que nos colocaban al nacer, ¡porque de lo contrario respiraríamos la muerte!

Vivir bajo un cielo artificial, que pretendía hacernos olvidar que encima de nuestras cabezas residían otras civilizaciones, me había impedido conocer la luz del Sol.

Y estaba cansado de tener que untarme en la piel cada mañana un producto que impediría que me muriera al entrar en contacto con el aire, ¡porque la temperatura superaba tres veces la que nuestra especie podía soportar!

Estábamos tejiendo un hilo vulnerable, que nos sostenía ignorando las leyes de la propia naturaleza, soportando un peso cada vez mayor. No quería vivir en un mundo en el que se buscaban desesperadamente soluciones para cada error, cuando cada error era resuelto con un error más grave... Una cadena de equivocaciones que, tarde o temprano, nos arrastraría a todos... igual que había arrastrado a la naturaleza.

-No puedo concederte lo que me pides, Lyann, pero quiero darte algo muy importante para mí. Creo que tú sabrás apreciarlo y sacarle partido más que cualquier otra persona – me dijo.

Se levantó de su asiento y buscó en la estantería, tratando cada libro con suma delicadeza. No le llevó mucho tiempo, era evidente que conocía el lugar de cada ejemplar que guardó entre sus brazos hasta llevarlos a la mesa y colocarlos encima, frente a mí. Eran cuatro en total.

-Son para ti.

-¿Para mí? – Mis dedos acariciaron con cuidado, casi con miedo, la piel que cubría el primer libro, sintiendo cómo aquella textura me hacía viajar a un lugar muy lejano. Tan ajeno a Oycant... que me sentí libre por primera vez.

Capítulo 1

miércoles, 30 de noviembre de 2011

-¿Cómo te llamas?

-Lyann.

-¿Y de dónde vienes, Lyann?

-De dónde vengo no importa. ¿O sí? ¿No prefieres saber adónde voy?

-¿A dónde vas?

-Lejos...

-¿Lejos de dónde?

-De donde vengo.

-Tus ojos son un misterio. ¿Cuántos años tienes, Lyann?

-Diecisiete.

-Diecisiete, como yo. Pero tú aparentas más. ¿A qué has venido?

-A hacer preguntas...

-Pues hasta ahora no has hecho más que responder. Lo siento.

-Tranquila. He venido a ver al profesor. ¿A qué has venido tú?

El sonido de la puerta automática abriéndose al otro lado de la habitación nos interrumpió y desviamos las miradas en busca de los pasos que caminaban hacia nosotros. Me puse en pie de inmediato en cuanto vi con mis propios ojos a aquel hombre de pelo castaño alborotado y sonrisa sincera que se movía con las manos enlazadas en la espalda y del que tanto había aprendido desde que era un niño, al que tanto había admirado desde siempre. Su rostro era amable y sus ojos profundos. Unos ojos que encerraban muchas más preguntas de las que seguramente podían responder, pero que brillaban llenos de conocimiento y sabiduría. El aspecto del profesor era joven, y su sonrisa la más bella que había visto jamás. Me miraba como si me conociera, como si supiera quién era yo.

¿Quién soy yo?

Esa es una pregunta que me he hecho tantas veces que hace mucho que perdí la cuenta, y por mucho tiempo que pase la seguiré formulando en mi cabeza.

¿Quién soy?

“¿De dónde vienes?”, me había preguntado aquella chica que ahora avanzaba hacia el profesor con una amplia sonrisa en los labios. ¡Cuántas sonrisas! Casi más de las que había visto en toda mi vida, durante esos diecisiete años tan amargos. Puedo decir sin dudar que había leído más sonrisas de las que había visto. La gente en Oycant no suele sonreír. Quizás porque no tienen un motivo por el que hacerlo. Yo, que no sé quién soy pero sí de dónde procedo, soy un habitante más de ese planeta, de Oycant, y me incluyo entre los que no sonríen a menudo. Al menos por aquel entonces.

Aunque en ese momento me sorprendí a mí mismo con mis labios curvados en una mueca de felicidad. Felicidad... aprendí el verdadero significado de esa palabra algunos años después.

“¿Y de dónde vienes, Lyann?”. En mi pensamiento se volvió a repetir la pregunta que un minuto atrás me había negado a responder. Y es una pregunta que me ha estado torturando desde siempre, y que siempre me estará torturando. No la pregunta. Sino la respuesta.

Veréis, yo nací en Daphny, la ciudad más enorme del planeta, un lugar horrible donde todo el mundo finge ser feliz y donde todo el mundo finge creer la felicidad ajena. Y donde no existen las sonrisas.

Tampoco es que haya tiempo para sonreír. En realidad no hay tiempo para nada, lo cual a menudo pienso que es una buena razón por la que sentirse agradecido, porque si alguien en algún momento de su vida en Oycant se propusiera vivir, se daría cuenta de que está encerrado en una tristeza y una oscuridad aterradoras de las que es imposible escapar. Y donde vivir está prohibido. Prohibido por la ley, que no es ninguna metáfora.

A ver, no es que haya una ley que diga “No está permitido vivir”, pero piensa una cosa con la que suelas disfrutar libremente. ¿Ya? Pues en Oycant está prohibido. Y por eso he pasado gran parte de mi juventud encerrado en una celda: por querer vivir.

Pero ya me estoy desviando del tema.

Como iba diciendo, nací en Daphny. Respiré por primera vez en el laboratorio más prestigioso de la ciudad más prestigiosa. En realidad, todos los Oycantianos “se hacen” en laboratorios, pero mi caso es un tanto especial. Explicaré por qué, pero todo a su debido tiempo.

El ser humano avanza hacia la comodidad, hacia lo fácil, y esto significa que, por lo general, vive apoyándose en la ley del mínimo esfuerzo. La verdad es que no sé dónde desembocará eso, adónde nos llevará ese comportamiento. Pero no me cabe duda de que esa ley del mínimo esfuerzo es el motivo por el cual Oycant se ha convertido en lo que yo considero un infierno, y en lo que otros consideran un mundo ideal, lleno de comodidades que pagan con su propia felicidad. Porque la felicidad, al fin y al cabo, es un premio que se nos otorga a cambio de algo. Por eso, ya pueden dártelo todo hecho, pero por mucho que intentes ser feliz con eso nunca conseguirás más que una falsa sonrisa, eso sí, rodeada de comodidades.

La naturaleza sigue siendo un misterio, porque por mucho que nos las queramos dar de listos, hay cosas que nunca llegaremos a saber. De lo que sí estoy seguro es de que el ser humano fue un error garrafal que cometió la naturaleza y que ha terminado pagando con creces. Y como naturaleza que somos acabaremos por destruirnos a nosotros mismos, como hemos hecho con todo lo demás.

En Oycant nadie quiere tener hijos, por una cuestión de comodidad. Los hijos le hacen la vida a uno más difícil. Se dice que a cambio dan la felicidad, pero como ya he dicho antes ese intercambio dejó de existir en Oycant hace mucho tiempo. Ya nadie busca la satisfacción de ese modo, del modo en el que la naturaleza nos quiso enseñar a ser felices. El instinto ya no existe. El amor tampoco. Es algo que viene incluido en el pack de comodidades que te pertenece en el mismo momento en el que empiezas a existir como ser humano.

Por eso, porque nadie quiere tener hijos, tuvieron que encontrar un modo de hacer perdurar la especie y la destrucción que nuestra presencia en el universo supone. Pero supongo que la ambición es de lo poco que conservamos, esa pequeña parte que siempre ha vivido dentro de nosotros. La ambición y, por consiguiente, el egoísmo, ya que sin él no sería posible.

La esperanza de vida había incrementado del mismo modo que nuestra falta de consideración con el resto del universo, así que la natalidad se vio obligada a decrecer, sobre todo teniendo en cuenta que compartíamos planeta con miles de especies alienígenas que, por alguna extraña razón, querían vivir en Oycant.

La donación de gametos está muy bien remunerada, así que hay una cantidad de donantes considerable. Y de este modo “se hacen” nuevos seres humanos, encargados de mantener al hombre en su lugar, y condenados a “vivir” en un mundo de mentira.

Así había sido hasta hacía poco.

Pero, como era de esperar, los científicos no fueron capaces de conformarse con ese modo de dar vida. No les parecía lo suficientemente artificial como para que resultara satisfactorio. Y así fue como decidieron hacernos a nosotros, a Los Creados. Así es como se nos llama, aunque a mí me parece una forma horrible de llamar a alguien.

Los Creados (que somos catorce en total) no nacemos a partir de un óvulo real fecundado artificialmente con un espermatozoide real. Somos completamente producto de un laboratorio. De la ciencia. Hijos de la ciencia. También hay muchos (los más considerados) que nos denominan así.

La intención era crear seres perfectos, sin posibilidad alguna de padecer enfermedades, dotados de un aspecto físico formidable y una inteligencia ejemplar. Resistentes a todo. Capacitados para vivir felizmente y ver la luz de un mundo que hace años se apagó.

Está claro que en mi caso algo salió mal.

Prólogo

domingo, 18 de septiembre de 2011

-Allí donde el dolor enmudece, una lágrima se aleja. No perdida, pero impaciente por perderse, suplica libertad. Parece brillar en la eternidad de las olas. Brilla. Y su estela de oro nada hasta el horizonte, donde con el Sol se abraza en un reflejo sinuoso y cálido, dejando atrás los latidos del corazón salado que palpita prendiendo la roca del acantilado. El fuego se rinde donde se extingue la mirada, y el agua lo acoge en sus sábanas cristalinas y caprichosas. Vuela una sombra recortando la luz adormilada, y atraviesa con destreza la calidez sobre la que cae la noche. El viento baila al ritmo que marcan las alas, y silba tímido, arrullado por las caricias de sus plumas y el sabor... de la libertad.

Acarició el gastado papel con cuidado para no deteriorarlo más de lo que el paso de los años lo había hecho. Se sentía agradecido, porque sabía bien que Lyann no dejaría aquella valiosa joya en manos de cualquiera. Aunque sospechaba que de no ser porque a su amigo no le quedaba otro remedio, sus dedos no habrían tocado nunca esas páginas, ni sus ojos leído esos párrafos.

Alzó la vista del libro para contemplar su silenciosa compañía, sorprendido por que aún no hubiese dicho nada sobre el texto que le acababa de leer. A él le habían parecido unas bellas palabras, a pesar de no comprender su significado. Sus labios se curvaron tristes al descubrir una lágrima escapar de las gafas metálicas y opacas que imposibilitaban la visión a Lyann.

-¿No vas a contármelo? – preguntó procurando disimular la pena que había en su voz, y rompiendo el absoluto silencio de la sala. Esperó la respuesta de su amigo, que seguía mudo al otro lado de la fina capa de plasma que los separaba –. ¿Lyann?

-Claro – respondió con un tono firme y, al menos aparentemente, libre de aflicción. Abrió la palma de la mano sobre el suelo, hacia arriba, tan cerca del plasma que el otro dio un brinco, temiendo que llegara a rozarlo. Reconoció este gesto y apretó el botón de la llave, para que desapareciera la barrera y así poder devolver el libro al otro lado. Una vez hecho esto volvió a pulsarlo y Lyann quedó prisionero de nuevo, envuelto por la pared plasmática. Sus dedos buscaron a tientas por el suelo, con torpeza, hasta hallar el libro, presionó suavemente la tapa colocando sobre ella la palma de la mano, hasta reducir su tamaño, y lo escondió bajo su ropa. Se removió en el suelo, dejando caer la espalda sobre un lado de la cama, y cuando hubo encontrado la posición más cómoda, habló de nuevo –: Pues verás, Keian, describe el océano a la hora del atardecer... las olas golpeando el acantilado, el Sol reflejado en el agua, lejos, en el horizonte. ¿Lo estás imaginando?

-No sé si puedo – Keian miraba hacia arriba, esforzándose por visualizar aquella imagen que su amigo le describía, y que le resultaba completamente nueva, desconocida. Él sólo había visto el mar en su imaginación, creando este paisaje con lo único que Lyann podía ofrecerle: palabras.

-Inténtalo. Es fascinante. Si todavía conservara los libros de fotografías... – murmuró para sí mismo –. Imagínatelo, Keian. Imagina colores rojos pintando el cielo y el mar.

-¿Y qué es la sombra que vuela?

-Un ave. Un pájaro que se alza sobre el agua y recorre el cielo... disfrutando de su libertad.

Keian guardó silencio, reflexionando acerca de esa última palabra que su amigo se había esforzado por recalcar. Estaba seguro de que le habría gustado ver su expresión, pero todo era negro para él. Sus ojos eran inútiles con ese incómodo trozo de metal adherido a su cabeza.

-Escucha, amigo – continuó Lyann cuando estuvo convencido de que Keian no iba a responder, y conocía el motivo. Sabía que si no había articulado palabra era para no herirle, porque sus pensamientos eran transparentes, podía leerlos en el silencio, y se amoldaban a lo que allí en Oycant les habían enseñado: los animales eran criaturas carentes de moral y sin otra capacidad que la del instinto, y sólo un ser moral y racional tiene la posibilidad de sentirse libre. Esta teoría camuflaba el terrible papel que había desempeñado el ser humano en los últimos siglos y, más fervientemente, desde hacía algunos años. Sólo los culpables de aquella desgracia, del espantoso final que había sufrido el planeta, o todo lo que habitaba en él, sólo el ser humano había sobrevivido a su enfermiza ambición, arrasando con todo lo demás –. Te aseguro que ese pájaro goza de más libertad que yo. Ya lo creo que sí... – Terminó con un suspiro, y tras una breve pausa volvió a hablar, esta vez con inquietud –: Aléjate. Vienen a buscarme.

Keian obedeció y se retiró rápidamente de la vibrante pared de plasma, colocándose muy recto junto a la puerta por la que poco después entró un hombre alto y delgado, con un abundante pelo negro cayéndole sobre las cejas. Llevaba una bata blanca y muy larga, encima de unas ropas negras. Caminó deprisa hacia la celda donde se encontraba Lyann, quien conservaba su posición apoyado en un lateral de la cama. A pesar de que las gruesas gafas le tapaban más de la mitad del rostro, el recién llegado vio con claridad la hostilidad de su expresión. Y no parecía importarle demasiado, porque atravesó la habitación de paredes blancas con una sonrisa de oreja a oreja.

-Keian, ¿puedes retirar la barrera, por favor?

El aludido buscó en su ropa la diminuta llave, la del botón, que había utilizado antes para devolverle el libro a Lyann, pero por más que exploró por los bolsillos de su uniforme no logró encontrarla. Se le erizó el vello de la nuca cuando vio agacharse al hombre de la bata, justo donde él había estado antes, para recoger la llave.

-Vaya, vaya. Keian, creía que tu trabajo consistía en vigilar a nuestro amigo, no en servirle de entretenimiento. Pero está bien, está bien. No importa.

Él mismo pulsó el botón de la llave y la barrera de plasma desapareció. Lyann permanecía inmóvil y muy serio.

-¿Vienes conmigo? – le preguntó con tono amable el hombre de la bata. Al no obtener más respuesta que el silencio, dejó escapar de sus labios una exclamación de sorpresa de un modo un tanto exagerado –: ¡Oh! ¿Aún estás enfadado por esto? – Y dio tres suaves golpecitos con un dedo en las gafas metálicas de Lyann, que se movió por primera vez para apartarse bruscamente, y después gruñó irritado:

-No te bastaba con tenerme aquí encerrado día y noche, ¿por qué tenías también que volverme ciego?

El hombre chasqueó la lengua disgustado y colocó la mano sobre el hombro del chico, que se deslizó alejándose cuanto pudo.

-¡No me toques!

-Lyann... sabes que si he hecho todo esto es porque no sabes respetar las normas. – Esta vez sus palabras sonaron más dulces.

-¡Eso es mentira! – el tono y la furia de la voz de Lyann hicieron al hombre de la bata dar un brinco, sobresaltado –. Me mantienes aislado y bajo un control continuo sólo porque de ese modo te es más fácil experimentar conmigo, y puedes observarme con más frecuencia. Y sino dime, Kreul: ¿para qué has venido esta vez? ¿Por qué estás aquí? ¿Para qué, si no es para someterme de nuevo a uno de esos análisis?

-Dame el calmante – indicó Kreul a una mujer que lo acompañaba, también muy alta, y con el pelo platino estirado en una larga cola de caballo. Ella asintió una vez y sacó una especie de parche redondo de la caja metálica que sostenía, y que abrió utilizando como llave una de sus puntiagudas uñas negras.

Lyann sabía que intentar huir no tenía sentido, que con ese aparato que le tenía prisioneros los ojos no podría llegar muy lejos antes de ser capturado, pero no iba a permitir que le pusieran el parche sobre la piel. Conocía esa desagradable sensación de desconcierto y somnolencia que provocaban los calmantes, y no estaba dispuesto a pasar por ello de nuevo.

-Iré contigo – accedió con un nudo en la garganta al pensar lo que suponía esta rendición.

Recordaba los constantes análisis a los que lo sometían en el laboratorio como los peores momentos de su vida, y no porque aquellos exámenes fuesen dolorosos, porque no lo eran, no físicamente, al menos. Las conversaciones que escuchaba allí dentro eran lo que convertía ese lugar en un infierno, porque cuando estaba allí no se sentía humano... Quizás porque en cierto modo no lo era.